Me llamo Pepe Delgado Lavi y quiero hablar de unos tiempos en
los que todavía íbamos al colegio y entrábamos, los niños, por la puerta de la
Calle Diego Niño y, las niñas, por la de la Calle Cielo; de cuando los fotógrafos
retrataban con cámaras aparatosas que tenían una tela detrás para tapar la luz
y estaban fijadas en un trípode; los tiempos en los que, los falangistas,
llegado el verano, no podían pisar las iglesias por llevar pantalón corto; en
los que, la publicidad de las grandes bodegas como Terry y Caballero, se hacía
a mano, pintándolas en talleres como el de mi padre… aún lo oigo diciéndome:
“¡Pepito! Termina el color de las manos para los carteles de Caballero y
después te vas a jugar si quieres…”. Hablo del año 1947 y, concretamente, del
mes de agosto.
Esa noche la pasaba acostado con mis hermanos pequeños en la
habitación que tenía nuestra caseta de vino en la Playa de La Puntilla. Allí es
donde pasábamos los días desde la festividad de la Virgen del Carmen hasta la
de la Virgen de Los Milagros (como era costumbre entonces), aunque mis hermanos
mayores sólo venían en ocasiones en el autobús celeste de Don Emilio Botello,
porque trabajaban en el taller de mi padre o de almaceneros en El Puerto.
Teníamos una estantería con botellas de vino justo encima de nuestra cama y,
ese mismo día, por precaución, le habían colocado un alambre, cruzado
horizontalmente y a media altura de las botellas, para evitar que algún día nos
cayeran en la cabeza mientras reposábamos. Pero esa noche, de repente, oímos
una gran explosión que venía de Cádiz e hizo temblar la caseta, hasta el punto
de romper una botella, que cayó sobre mí y me cortó en el brazo derecho.
Cuando salimos de la caseta y miramos al cielo, vimos un rojo
intenso que lo cubría todo. La gente estaba nerviosa y sacaba distintas conclusiones
sobre el por qué de la explosión pero, finalmente, nos pudimos enterar que
había estallado un polvorín en Cádiz que contenía gran cantidad de pólvora y
explosivos militares. Aun recuerdo el barco “Tío Pepe”, que era el único con
emisora de radio entonces, zarpando del muelle para llevar médicos y ayuda
hacia Cádiz; pero lo que no olvido es esa botella que cayó desde la estantería
de nuestra caseta para dejar una marca en el brazo derecho de un niño que, a
penas, tenía diez años.